Saturday, June 13, 2009

Balido atónito
Cápsula silencia
Las palabras se erizan
sordas:
Hierba necia de vivir
Qué animal más desdentado
Te tengo presa
Te tengo
Mientras te veo morir en
tu charco razonado
Cuánta suciedad
sin nombre y quieta
Aparenta lo contrario
Eso asusta
Una cosa que se encima sobre otra
se llama tiempo
Si te quedaste inmóvil
fue porque lo viste
Ah
hhhhhhhh
qué tristeza ese reflejo
tan preciso

encuentro

Al entrar despacio lo que se escuchó


Tras la puerta
Tras la noche
Lo que se escuchó
A través el muro
A través las ganas azules
Horas abiertas
Piernas abiertas
Lo que se sostuvo
en el llamado

tu nombre
Una flor que al tocarla se deshace entre los dedos
Una luz que al tocarla
Una mano al tocarla
Piel al tocarla
Dentro tocarla

Tocarla
Tocarla
Escala humana sin tiempo=delirio

Electrocardiograma

QuémásdaQuémásdaQuémásdaQuéimportaQuéimportaQuéimporta
QuéimportaElsilencioElsilencioElsilencioElsilencioElsilencioElsilen
cioLanochecontigoenmíLanochecontigoenmíconmigoElrechazo
ElrechazoElrechazoElrechazoLanegativaElminutolargoElminuto
largoEstabasahímirandoPararomperPararomperPararomper
LaluzfrágilysuavePararomperPararomperPararomperlaluztanlige
ra__________________________________MiraYanosemueve

*audio Música de Alva Noto, Transrapid, "Funkbugfx"/ Texto y voz Sara Schulz

Deseo

Para saber cuándo murió, restar durante las primeras 12 horas un grado centígrado por cada hora transcurrida.
Antenoche un ciervo
Cristal de ojo
tiemblo
Historia subjetiva:
(Yo) Documento
Mi oquedad
Tu oquedad
Su oquedad:
Nuestra oquedad

Acerca del alma

El alma



Frontera móvil
En el paisaje de la vida terrena del hombre, la línea que dibuja el horizonte es inevitablemente finita; este ser poderoso ya no teme el transcurso de cada día, pero la muerte aún acaece con su habitual espontaneidad y con ella la contingencia de la vida se hace presente una vez más, cada vez.

La finitud se supone como el inextricable límite de lo humano, como el lugar hasta el que la vista alcanza y después del que parece extinguirse todo lo posible. Mas en ese punto tan cercano a todo lo demás y a la vez a nada otro, ahí donde se levanta la barrera que erige el fin de la conciencia emprendedora y racional, con los afanes del cuerpo movible, necesitado de cuidado, inmerso en el mundo y en una corriente de sensaciones y afectos; nace la posibilidad de una vida otra, impermeable al paso del tiempo: una figura de agua que se levanta en un lago quieto y tranquilo y que, por su misma naturaleza, regresa prontamente a su elemento, casi sin dejar rastro, ofreciendo al que observa la franqueabilidad de su transparencia y el misterio de su formación y de su disolución.

Inmortales los dioses y perennes los ciclos por los que se muestran el orden y el sentido de la Naturaleza; inmortales los apartados de la muerte y los héroes que han emergido de ella debido a una gracia divina. Esos inmortales que habitan en el casi límite del mundo, separados por su condición –literalmente aislados, en una isla como la de los bienaventurados– no conocen la muerte y por ello se asoman, sin precipitarse, en el abismo que separa a seres divinos de seres mortales. Pero no inmortales lo hombres comunes, a los que la vida toca –diríamos roza– antes de su fuga y a los que no se les revela explicación ni justicia en el mapa de las constelaciones. La inmortalidad sabemos no es para mortales, por más simple y redundante que parezca, esta es una idea que se inscribe dentro de una concepción del origen y del orden universal.

La planta prohibida, la fuente, se encuentran en lugares tan remotos –más aún porque su distancia no es geográfica– que nadie, excepto alguna voz antigua, hecha sólo de palabras, apenas audible, atestigua su existencia; nada hay mundano que señale lo contrario. La trasgresión de ese límite ontológico por decisión propia y no por “gracia”, pareciera un desafío a las condiciones que la vida impone, cuánta arrogancia cabe en este ser moldeado de la arcilla que cree que el agua no podrá deshacerlo y volverlo a su seno.

“Inmortalidad” pareciera en algún punto sinónimo de divinidad; pero sólo en algún punto, porque es la divinidad la que al jugar con sus propios límites, condesciende constantemente con las reglas de lo autoimpuesto y decreta, tal vez en afán de apaciguar la soledad en la que su existir la aleja de sus criaturas, una unión íntima, comunicación insoslayable con la naturaleza. Morir, según el orden de esta otra naturaleza, no es sino transitar, ir desde un lugar hacia otro, adelantar el paso sobre el puente que estrecha las dos orillas del río, andar el eterno ciclo de la vida y de la muerte.

De esta manera, protegida de la finitud por las mismas fuerzas del ser que le dieron origen, se encuentra el alma; el ser que transita: individual, eterno aunque cambiante, en el que se contienen el pensamiento, el deseo y la voluntad, el centro espiritual que anima la vida en el cuerpo, lo invisible que se hace visible con la muerte. Esta alma(1) por cualquier indicio, se asemeja más a lo divino que a lo que como humano se reconoce; sustancia nutrida de eternidad por la que se alcanza la vida después de la muerte, el más allá.

Pero, ¿más allá de qué?, surge como una pregunta pertinente. Más allá de la vida y más allá de la muerte también. Más allá del ciclo de la existencia. En el prólogo a una de las ediciones del libro de Erwin Rohde, llamado Psique, Eckstein escribió que:
La fe en la bienaventuranza del más allá tiene como premisa la idea de que el hombre se considera situado al margen del eterno ciclo de la vida y la muerte, se imagina vivo frente a un mundo puramente existente de cosas muertas.(2)

Sabemos que un margen es siempre un trazo divisorio; extrañamente en este caso lo que queda a cada lado de la línea es difuso, el margen limita territorios no definitivos. Visto con ojos de espectador en el dibujo de curso temporal, tenemos que el momento de la muerte es indeterminable,(3) es un tiempo que se disipa: es el término de la vida, pero también es su último instante.

Divinidad
El pensamiento sobre la muerte es un pensamiento que se sitúa en los bordes; es fronterizo porque su objeto es radicalmente inaprehensible. La muerte es el umbral, el límite, es lo que sin dejar de ser sí mismo es ya otra cosa –sin contradicción
; lo que se asoma, se filtra, aparece, pero no en un carácter casual, sino en el fundamental de lo que antecede y deviene, y siempre está ahí. Algo se acaba y comienza algo otro; la brevedad de su lapso más que hacerla definitiva la sumerge en la nada. Acaso la frontera sea inexistente también, o más que inexistente, invisible como el alma y como la muerte misma.

El distanciamiento de un suceso de tales características compromete la única posibilidad de señalar su notoriedad, sólo su aislamiento permite ir más allá de él. Sin embargo, esta contención del momento es obligada, porque hasta donde alcanzan las potencias humanas nos colocamos frente a la muerte en el estado previo o, fantaseando, en el sucesivo.(4) Pero, pensar de tal manera en el tiempo que le sucede es ya de cierta forma, traspasar el límite, anular, manipular o desplazar el margen. Caemos entonces en que la frontera más que inexistente es movible, podría decirse también errática, irregular, no absoluta, nunca exenta de nuevas conquistas hacia un territorio o hacia el otro.

Es esta disipación de la frontera lo que permite decir que hay un más allá de la muerte, cuando al mismo tiempo se dice que hay un más allá de la vida, casi como en un entrelazamiento sinonímico, que sin embargo no lo es. La frontera como el territorio de lo marginal abre un espacio en el que lo que se fragua es lo indeterminado. Sea entonces este “más allá” un margen o un límite – entre varios posibles–, desde el que alguien observa el ciclo perentorio con la certidumbre de no poder ser alcanzado por la garra del tigre debido a la distancia impuesta por el límite mismo. El más allá es expresión de lejanía, pero una lejanía que acecha.

Resguardada de la luz del día por su disfraz invisible, el alma individual (la psyche griega) que (en los testimonios de la literatura homérica) no es el alma vital despersonalizada (el thymós) (5) sino el espíritu de los muertos, forma sin materia, que vive una vida propia dentro del hombre como un “segundo yo” y que sólo se libera con la muerte, se asimila al aliento de los vivos, a su respiración; y, una vez desprendida del cuerpo, se identifica con la “imagen del hombre hecha de sombra” (6) que reproduce, por lo que lleva todavía el nombre propio de la persona a quien perteneció, el contorno de su figura y las particularidades de su corporeidad.

Imagen
La psique denota una doble vida,(7) una realidad transgresora de otra realidad; invasión que, al no ser intrusiva sino constitutiva de un todo, alienta una tregua pactada con anticipación inaugural, por la que se deslizan continuamente de un plano a otro las vivencias humanas. La presencia de la psique que sólo abandona su parcialidad con la muerte, hace entrever la existencia de un gemelo que debido a su origen es zurdo por naturaleza –siniestro–; que reniega, provocando traspiés, de su estado de oculto. Se muestra en la ocasión de la prolongación de un silencio, mas es tan fugitivo que se confunde con la propia sombra;(8) evanescente fustiga el duelo entre la ausencia y la presencia, entre lo que es y lo que no es (cuántos ecos filosóficos resuenan ahora en estas palabras) como si fuera su interludio.

El espacio, cuyo concepto es tan abstracto como el de “alma”, en el que ha operado ya la concreción y objetivación de la realidad, por la que cada cosa es diferente de otra y al que su invisibilidad no demerita sino que redime por su cualidad omni-abarcante, no alberga la aparición de esa imagen vacía de materia, que traslúcida desafía las condiciones de existencia del resto de las cosas. El suceso de su aparición podría deberse más a un giro (twist) en la relación de la conciencia con el mundo, que a un condicionamiento del mundo físico. Es por ello que, en relación con la idea de psique o alma y a sus manifestaciones, suele aparejarse el concepto de fenómeno sobre-natural que únicamente puede entrar a la esfera de lo asequible como vivencia o como experiencia, o dicho de otro modo, que es sólo vivencia: la del soñar, el gozar o el entrar en un estado de éxtasis. Inaudita respecto de la naturaleza de lo conocido, pero posible, en la inquietante realidad de aquello que se presta a la sospecha por ser entrevisto a través del sueño, del goce o del éxtasis como algo que desafía el parámetro de lo verificable y que, dotado de fuerza y furor, es capaz de poseer la conciencia y aniquilarla –al menos– momentáneamente.

En la línea de lo que forma la caracterización sobrenatural de esta llamada “imagen del hombre”, podría decir que el movimiento del alma si fuera visible se distinguiría inmediatamente de todos los otros del mundo... un movimiento oscilante, un vaivén a cada momento percutido entre dos opuestos, cuya contundencia lo asemeja a la quietud y que sin embargo vibra incansable: pareciera frenético pero al tiempo estático. Quizá la danza de alguna ménade en éxtasis pudiera recordárnoslo como entre sueños... pero hace tiempo que están extintas.

La imagen-sombra transige constantemente con la realidad a pesar de su aparente oposición a ella. Es de tal forma fecunda la contradicción de la lejanía que la hace constantemente presente, que más que instituir su independencia le confiere poder de oráculo, de brújula previsora de los fenómenos del mundo: lo revelado en sueños tiene carácter de sentencia.(9) Será porque la realidad que trasparece con la abolición de la consciencia tiene la fuerza, por su carga pulsional, de configurarse como lo más real, lo anterior al símbolo (no es, ni puede ser, símbolo) y lo anterior al lenguaje; de la que no hay palabra porque ninguna hay que la nombre (10) y porque el nombrarla es innecesario si se piensa en su evidencia.

Hay un momento en la historia del alma, historia por lo demás necesariamente ficticia (historia sombra, historia fantasma, flotante, cuando no hacemos una historia de las ideas), en que los sueños, mismos que son el plano "natural" en que ella habita "en vida", son hechos reales. Sólo un distanciamiento de una realidad afectiva, debido a la adopción de una legislación epistemológica –a veces tiránica– discernidora de verdad o falsedad, puede llevar a la pregunta por la realidad de los sueños, cuando éstos tienen por sí mismos un peso tan contundente. En la época homérica, por ejemplo, la carga de realidad de un sueño era incuestionable.(11) Lo que se nutre con este cuestionamiento es un drama humano conocido: si el sueño es real, si lo que es en realidad es en realidad y no en sueño y si la muerte es en realidad sueño o vida, y, realidad.

En una descripción que Lessing hace de una antigua escultura griega, se encuentra el entrecruzamiento del sueño, la vida y la muerte:

Los artistas antiguos, en efecto han dado al sueño y a la muerte el parecido propio de dos hermanos gemelos. Los dos reposaban en forma de niños, en brazos de la Noche, en un zócalo de madera de cedro, en el templo de Juno, en Elis. Sólo les distinguían representando al uno blanco y al otro negro; uno dormía y otro parecía dormir, y ambos tenían los pies cruzados uno sobre otro.(12)

Dos hermanos: uno dormía y el otro parecía dormir… Uno duerme mientras otro vive, uno yace como muerto porque hay siempre algo en esta complicidad del durmiente con el despierto que transporta a la ensoñación de la muerte. El que duerme yace, y yace como muerto; y, en efecto, hay algo en él que muere mientras duerme, y otro algo que vive y vuelve a morir cuando despierta. Esta tensión es la producida por la ominosa duplicidad de la no identidad absoluta, que es el sitio en el que el principio de individuación se desaliña, en donde se desgarra la figura del espejo y emerge desde el fondo de esa boca abierta –que podría ser también la del cadáver–, otra imagen: un fantasma posiblemente luminoso, color plata como el espejo mismo, pero que brilla más que nada por la materia de su origen, la materia divina y para siempre desconocida: el alma… imagen, ídolo, sombra.

La imagen divina permanece dormida mientras el hombre se encuentra activo, como en una muerte temporal en la que la psique se encuentra liberada del cuerpo. Pero aunque es el sueño el estado más recurrente del alma, quizá sean el éxtasis y el goce los que descubren con mayor claridad en el alma una alianza con lo divino, tanto en el sentido del origen, por ser esa realidad otra la que les da sino; como en el sentido de la orientación, por la que las aspiraciones de estas vivencias toman forma: nacer y tender en el éxtasis y el goce hacia lo divino.

Es en esta alma extasiada que emerge con nitidez una genética familiaridad entre las nociones de lo divino y de lo inmortal. El éxtasis es una vivencia de la divinidad que preña al mundo de un sentido de unidad; mientras que la creencia en la existencia de un alma en un más allá es forzosamente escisión entre el cuerpo y el alma, escisión entre lo mortal y lo inmortal, que sólo puede conferirse si eso inmortal tiene un vínculo intrínseco con lo divino y por tanto implica la respectiva diferenciación entre lo contingente y lo necesario, entre lo perecedero y lo eterno:

De hecho, esto es lo que éxtasis significa, la liberación del alma con respecto al cuerpo. Otras veces se describe como la entrada del dios en el alma de un hombre; cuando esto sucede, el hombre está endiosado (…) Con todo, la salida del alma o la entrada del dios se distinguen raramente; los dos conceptos se confunden: el hombre ‘sucede ser como otro y no él mismo, deviniendo, más: siendo dios’, sin que encuentre divisiones entre él y la divinidad: ‘nada, pues, entre ellos: ni tan sólo dos, sino uno solo ambos’, según lo expresa Plotino.(13)


Parece paradójico que al acercarnos a lo individual, a lo uno, nos alejemos de la unidad. Eso uno diferente de lo otro resulta a la vez que el sustento de nuestra identidad, la fuente de nuestro extravío. Toda esa serie de dicotomías que pueblan nuestro imaginario, en el que se contraponen la unidad con la individuación, base actual de nuestra experiencia epistemológica, conducen a la concepción del cuerpo como un lastre que impide la libertad del alma. El cuerpo deviene una envoltura pasajera, cuando menos, y cuando más, un elemento de contaminación del que la psique debe ser purificada.

En la tradición de la Grecia antigua, los cultos mistéricos buscaban el desprendimiento de las almas de su transcurrir en el mundo ordinario. A partir de percepciones y visiones producidas en el frenesí del éxtasis se llegaba al conocimiento de una realidad objetiva en la que las almas libres lograban la comunión con ‘el dios’. (14) La experiencia implicaba al tiempo que la revelación de la unidad del mundo, la revelación de la naturaleza divina del alma del hombre por la que se completaba aquella unidad.

Así que lo que inicialmente parece bifurcado en dos caminos para comprender la naturaleza del alma: uno por el cual el alma es inmortal como antítesis del cuerpo que es mortal y perece; y, otro, como experiencia de la unidad de lo existente, revelada en el éxtasis, termina por empalmarse en uno, el del alma divina e inmortal.

El alma como elemento transitorio puede considerarse una frontera móvil que traspasa la vida y la muerte; ella misma transita los parajes que sólo son intuidos debido a insinuaciones; más allá del límite pero más cerca que ninguno posible, anda y desanda sus pasos con la naturalidad de quien ha estado ahí antes pero que tal vez ¿lo ha olvidado? Fronteriza entre lo visible y lo invisible, participa en el mundo cambiante pero no se funde con él, de su contacto con el cuerpo obtendrá algún grado de degradación, pero no perderá su naturaleza divina y eterna; deberá purificarse pero no morirá, ni padecerá como mortal el transcurrir del tiempo.


A diferencia de la idea en que es despojada de su manto ominoso, cercada dentro del campo moral y supeditada al pacto legalista con Dios(15) por las tradiciones religiosas posteriores, el alma muestra en esta concepción un aspecto que la hace esplendente debido a su ubicación entre lo humano y lo divino, lo oculto y lo desocultado y nuevamente lo perecedero y lo eterno. Aquella dicotomía que supone la paradoja surgida del enfrentamiento entre lo espiritual y lo corporal, que condena la constitución humana por lo que ésta tiene de mortal, finita y corruptible, resulta, comprendida de esta otra manera, el aspecto limítrofe de una naturaleza no tan anclada en lo terrenal que olvide lo aéreo, no tan racional que reniegue de un fondo desconocido, no tan dueña de sí misma que pueda ignorar su carácter onírico, cuando este carácter rebasa el sueño y se engendra quizá en la voz, en la palabra, en la poesía.


Notas al pie

(1) Alma que no es el alma homérica, la sombra carente de conciencia que se desprende del cuerpo con la muerte y que impotente se dirige a su estancia en el Hades; me refiero más al desarrollo posterior de la noción de psique que a su nacimiento, con un parecido mayor al “alma filosófica”.

(2) Rohde, Erwin, Psique La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, tr. de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1983. p. XXI. Las cursivas son mías.

(3) En un organismo se puede determinar el momento en que comienza la interrupción sucesiva de los signos vitales, pero no el momento en que la muerte absoluta sucede, ese parece un momento indeterminable.

(4) Según la constitución temporal del hombre, como un Heidegger, un Kant, un Schopenhauer, pero no me voy a meter con esto... jajaja

(5)
Sin lugar a duda resulta problemático intentar determinar un inequívoco concepto de alma. Me guío en este texto del trazo de Rohde en su libro Psique, que lleva a cabo una historia paralela del concepto de alma y del concepto de inmortalidad en la antigüedad griega. Retomo sobre todo la visión que ofrece sobre el alma homérica y su subsecuente desarrollo dentro de la religión, la filosofía natural y el platonismo; según la cual (dicho en rasgos tan generales que no puede ser más que una simplificación), el alma como sustancia espiritual que en efecto sobrevive a la muerte, no pasa, en la poesía épica, de ser una imagen del hombre carente de consciencia y alejada del mundo de los vivos, a la que no se conoce y de cuya existencia no se tiene noticia más que por lo que se sabe de la suerte de algunos personajes heroicos. Esta alma es impotente y por eso, aunque se le considera, no se le teme ni se le rinde culto si no hasta tiempo después y por la introducción de creencias religiosas provenientes de otras regiones (supuestamente de Tracia) en las que el culto al dios Dioniso, más bien conocido en su nombre original extranjero como el dios Sabo o Sabacio, hizo afianzarse en tierra griega la creencia en la inmortalidad y el culto a las almas con un matiz que posteriormente ciertas sectas religiosas lograron arraigar en el pensamiento filosófico a partir de una base teológica más consistente. Es también necesario aclarar que investigaciones en el campo de la filología y de la historia de la filosofía, así como la crítica [de Jaeger y Otto por ejemplo], posteriores a Rohde, han señalado como erróneo intentar derivar la fe en la inmortalidad del culto de las almas y han criticado el sentido que Rohde da a la psyche griega, sobre todo en lo referente a la concepción dualista del hombre en cuerpo y alma, que éste atribuye a la poesía homérica, y que se identifica más bien con contenidos místicos y platónicos posteriores, en los cuales había operado ya un transformación del concepto.

(6) Rohde, Op. Cit., pág. 9.

(7) Aquella misma en la que tanto tiempo después Freud asiera el inconsciente.

(8) La sombra que se desprende del cuerpo muerte y se dirige al Hades, que según Rohde, en Homero, lleva una vida totalmente aislada, inconsciente e impotente; y únicamente se hace contundentemente perceptible después de la muerte...o con la muerte.

(9)
Incluso Freud quien se impuso la tarea de traer al “mundo de la luz” el fenómeno onírico y relacionarlo con su origen fisiológico –y no divino–, confirió a los sueños el papel de “llave mágica” para la comprensión del funcionamiento de la psique: “...quien no sepa explicarse el origen de las imágenes oníricas se esforzará en vano por comprender las fobias, las ideas obsesivas y las delirantes, y aun llegado el caso, por ejercer sobre ellas una influencia terapéutica.” , puede leerse en advertencia a la primera edición de su Interpretación de los sueños[Freud, 1899].

(
10)
El mandato de secreto que recaía sobre algunos Misterios, como por ejemplo los eleusinos, parece ceñirse a esta imposibilidad de comunicar la vivencia; cualquier intento de pormenorizarla redundaba inevitablemente en una trivialización, cuando no en una anécdota que desacralizaba la experiencia, y que por ello era meritorio de castigo. Los no iniciados no sólo no tenían derecho sino que tampoco tenía modo de comprender el sentido de lo experienciado.

(11) “…para [Homero], lo que se percibe en sueños son formas y figuras verdaderas, las de los mismos dioses o las de un demonio de los sueños enviado por ellos o las de una fugaz ‘imagen’ (idolo) momentáneamente sugerida por los dioses mismos; la visión del que sueña es también un hecho real y lo que en ella se ve objetos reales y concretos. Asimismo es real lo que se nos aparece en sueños como la figura de una persona recién muerta. Y si esta figura se nos presenta en sueños, es precisamente porque existe: ello quiere decir que sobrevive a la muerte, pero solamente como una imagen aérea, algo así como la imagen de nuestro cuerpo reflejada en el espejo de las aguas. Es algo etéreo, intangible, inaprensible, a diferencia del yo visible; por eso, precisamente, recibe el nombre de ‘psique’”. Rohde, Op. Cit., pág. 12.

(12) Lessing, Gothold, Laocoonte, UNAM, México,1960, pág. 53.

(13) Rohde, Op. cit., en nota al pie núm 37, capítulo IX , pág. 453.

(14) No debe extrañarnos que la incomprensión moderna de estos arrebatos, haya llevado a algunos investigadores a revisar los libros contables de Eleusis, para descartar que en ellos se encontraran registrados egresos por concepto de utilería y actores; acorde todo a la idea de una representación teatral de tal magnitud, que cada año (durante siglos) pudiera hacer crédulos a cientos de iniciados.

(15) Los dioses griegos no son los de la alianza, los de las leyes ni los de la retribución. El pacto legalista lo analiza Isabel Cabrera en una compilación de sus ensayos titulada El lado oscuro de Dios.

 
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