Sunday, June 14, 2009

Pureza

La pureza es una idea de fakir y de monje.
A vosotros, los intelectuales, los anarquistas
burgueses os sirve de pretexto para no hacer nada.
Jean Paul Sartre

El teatro del cuerpo basa su propuesta escénica en una reinvención del lenguaje teatral tradicional. A partir del énfasis en el discurso corporal se independiza de la trama para aparecer, por sí mismo, pleno de sentido. Por no ser una corriente teatral homogénea ni guiada por estatutos, acaso sus distintas versiones sólo converjan en el punto en que la coraza del ejecutante/actor se fisura por la emergencia de un intérprete más afanado en ser sustrato de emociones que virtuoso.
La compañía belga Mossoux-Bonté presentó el 10 de septiembre en la Ciudad de México, dentro del IX Encuentro Internacional de Teatro del Cuerpo, su espectáculo Light!


Al opacarse las luces que mal iluminaban los asientos de los espectadores, apareció en el escenario a quien convendría llamar “Ella”, por no tener voz ni nombre, o “Eso”, por perder constantemente la forma. Aunque al encontrarse pegada al ciclorama e iluminada lateralmente por una potente fuente de luz, Ella más bien era “Aquellas”, es decir Ella y su melliza: también “Ella”, la sombra. Decir con claridad cual era la relación de Aquellas con el haz de luz blanca, parece imposible; pero es indiscutible que más que casual, era genética. No se les veía el rostro, pero el movimiento que las acercaba al brote lumínico era hipnótico y poderoso. Al mismo tiempo que temblaban y se contraían, se resistían a la obvia atracción que la luz les provocaba; lo hacían con la delicia de quienes saben que al final cederán. Entonces, sorprendentemente, ya no eran Aquellas, sino Eso.
Mosoux-Bonté es una compañía formada por dos integrantes: Nicole Mossoux y Patrick Bonté, que son bailarina y coreógrafa y director y dramaturgo, respectivamente. La crítica sitúa sus creaciones entre el teatro y la danza, pero ellos hablan de su trabajo conforme a lo que desean propiciar, más que definiéndose por categorías. El que en esta ocasión busquen acceder a “zonas oscuras del ser” a partir del concepto de la luz, es revelador respecto al contenido mismo de la idea de Light —sea como título de la obra o como palabra cuyo significado es “luz” y también “ligero”—. Que sea, además, parte de una corriente híbrida, añade sentido a su entramado.
La luz y la claridad han sido por largo tiempo símbolos de pureza. Los iluminados lo son por haber logrado un acceso privilegiado al ser, a la verdad y a la existencia; y para alcanzar tal estado, purifican mente, cuerpo y espíritu. Las luces del entendimiento diferencian al ser humano del animal; debido a ellas, ha sido posible desarrollar las ciencias puras. También durante largo tiempo se ha indagado sobre las categorías puras de la razón, como son el tiempo y el espacio según Kant y Schoppenhauer.
Por tales alianzas, quien aliena la luz no sólo provoca a la sombra, que será siempre una medianía; sino que conjura cierta melancolía referida al origen, a lo primigenio, a lo anterior al tiempo y el entendimiento; a la oscuridad fundamental que escapa a lo humano o, más que escapar, se resiste a la humanización... fondo marino impenetrable y fecundo.
Cuando Eso desaparece por el agujero blanco que en la oscuridad le fue ofrecido, otros personajes emergen y renuncian a su definición sustrayéndose a la forma. Apenas notamos que en lo alto del escenario hay una mujer disfrazada y convulsa, bailarina enérgica y entregada. Sea más bien una matriz que engendra seres inasibles. Figuras asimétricas y desiguales, de pieles erizadas, ritmo estridente y preciso —como el paralelo sonoro que Christian Genet obsequia—se disputan un segundo de existencia, tan contrariadas por su mortalidad como nosotros lo estamos por la suya y por la propia.
La sombra pervierte la luz, al tiempo que le confiere la plenitud de su naturaleza —relación ambigua como casi siempre, casi todas. Ya en este punto es evidente que lo que acontece es la pérdida de la pureza. Sea yuxtaposición o cambio, sublimación o vulgarización del movimiento; sombras fálicas nos vuelven morbosos lo ojos y la incontinencia motriz de dichas siluetas absurdas nos retan a la risa y al hastío; pero no sólo, también nos seducen al grado de causarnos amnesia del tiempo, señal de que la razón fue delegada.
Entonces aquel cuerpo osa detenerse y perderse; y de la oscuridad total surge la silueta pálida de un brazo, y sólo el brazo, extendido hacia lo alto, como un gancho o ¿cuello de cisne?, ¿anguila que ondula en la corriente? Su vaguedad lo hace grotesco y fascinante. Nueva una imagen ambivalente que al instante desaparece.
Light! interpela al límite entre la oscuridad y la luz; si es que hay tal, porque el limen es por supuesto una circunferencia que se cierne sobre sí misma para reinventar su trazo. Monólogo de varias voces, perspectiva de planos que se alternan. En aparente calma, una figura humana asoma la cara por una ventana cuya ligereza se debe a que es sólo proyección que dista de ser soliloquio
No contando con herramientas para el análisis, no queda más que observar. Pero mientras algunos aún se preguntan qué fue de la continuidad y la historia, en la sala se ha hecho la luz.

La voz y sus sonidos

En la palabra habitan otros ruidos,
como el mudo instrumento está sonoro
y al inhumano dios interno el lloro
invade y el temblor de los sentidos.

De una palabra obscura desprendidos,
la clara funden al ausente coro,
y pierden su conciencia en el azoro
presa en la libertad de los oídos.

Cada voz de ella misma se desprende
para escuchar la próxima y suspende
a unos labios que son de otros el hueco.

Y en el silencio en que sin fin murmura,
es el lenguaje, por vivir futura,
que da vacante a una ficción un eco

Una palabra obscura, Jorge Cuesta

El sonido y la voz se comprometen, se lían en más aspectos que los meramente físicos; y penetran en la metáfora como en un sueño, pasajes enteros de apariciones, narraciones e historias que al no ser ciertas, o mejor, que al ser —por fortuna— inciertas, acogen un sinsentido mayor que el que se desprende de su letra.

Tan acostumbrados a la voz como a la luz: más ciegos cuando sordos, los negados para escuchar, enmudecen. La voz, de apariencia inmaterial, tan “multívoca” como “unívoca” (¡qué expresión tan redundante!), pareciera emanar profusa e inagotablemente de un cuenco sin fondo, quizá nutrido del informe océano primigeneo de la vida (pero eso, ¿cómo saberlo?). Se presenta de tantas formas como timbres: voz de la razón o de la conciencia que derrumba y prueba la existencia de una realidad coherente. Voz áspera o voz aguda. Voz parda. Voz dolorida. Voz del más allá que indica un camino a seguir, capcioso o libre de peligro. Voz divina que dicta un código, por su origen, incuestionable. Voz mítica que señala el principio, aunque éste, de hecho, sea ninguno. Voz esclarecedora. Voz opaca o silente que al enmudecer evidencia su contradicción inherente; el silencio la conforma, así como la aliena. Voz amante que se enlaza a dos cuerpos como si lo hiciera a uno. Voz que aparece en un trance y despierta al dormido, aun cuando éste no lo sepa, ya que es entre sueños que la escucha: Con la voz de los pájaros comienza la mañana. Mas qué voz aquella que no habla. De qué manera el tiempo no se compromete al abandonarse entre un fragmento y otro de sí mismo. La voz espacia ese silencio, marcando ritmos que ni en el oído se demoran. Tanto al azar, tanto a la tormenta: escucharse uno mismo. Una misma. Detrás y a través de la trama de una vibración difusa: la voz más interna y tan o tan poco conocida.

La voz contiene todos sus posibles ecos. Es por naturaleza mensajera. Es también el mensaje mismo. Distorsionada puede mutar hasta convertirse en el “anti-mensaje”: algo que se esconde en sí mismo, de sí mismo (tanta mismidad vuelta intrusa), que olvida el origen y pierde el sentido, pero que lleva su carga en una marca sonora, que muy a pesar suyo, derrocha.

Hay voces que no comunican dichos textuales, que al fluctuar allanan el camino a la interpretación: la voz que habla al oráculo en sentido estricto no dice nada, murmura ininteligible, mas no así para los que poseen el oído privilegiado, capaz de captar el sonido de lo trasmundano. [La voz de la Tormenta que el desdichado de Job escuchaba, hablaba, aunque con palabras, de razones humanamente incomprensibles.] De la voz, más de una epifanía se desprende. Existe también la voz que se disfraza en canto, tan seductora y engañosa como para hacer desvariar a más de un héroe. La voz es muchas voces, un desbordamiento de significados que vinculan el “ahora” con el sentido ulterior de la vida; la voz es pulsión, ya sea de vida o de muerte, un enigma que se expande como la ola que toca la playa justo antes de que la noche se retraiga.

Múltiples pasajes de la literatura son ejemplo de la cualidad extática de la voz, de su riqueza simbólica y de la penetrante fuerza psíquica de su representación. Desde el Antiguo Testamento, la literatura griega clásica, pasando por otros textos sacros, hasta obras de Franz Kafka, Honoré Balzac, James Joyce, Herman Broch, Juan de la Cabada, Carson McCullers, Elfriede Jelinek, por nombrar sólo algunos, revelan la importancia de “la voz” como un concepto o idea ligado a una idea supra-terrenal. No obstante, lo que estas voces tienen que decirnos, atañen a la actualidad, extrañamente tanto como cuando fueron consignadas. ¿Qué tenía que ser dicho, que no podía hacerse explícitamente o en primera persona? ¿Qué expresan estas voces y a dónde nos transporta su sonido? ¿Podemos seguir escuchándolas a pesar del paso de los siglos? Estas son cuestiones que en sentido último se dirigen a temas como la validez de la creencia en la universalidad de la literatura o al origen mismo de la literatura y la poesía centrado en la Palabra de Dios. Sin embargo, el interés máximo lo encuentro en el detalle de cada caso, del que es posible extraer un avasallador conjunto de sentidos y significados.

La alegría de Clarice

Cuenta Clarice Lispector en una de sus crónicas escritas en 1969 para el Jornal do Brasil, que atribulada por un angustioso sentimiento cuya causa no revela, se adentró en la nave de una iglesia en busca de consuelo. Recuerda haber avistado al fondo, en el atrio (seguramente impresionada de tal forma como esos sitios suelen impresionar a los deshabituados a ellos) una caja de madera que al acercarse le mostró desde el interior la imagen de una virgen envejecida. Santa Teresinha, según ella misma reflexiona, mostraba una faz extraña para un ídolo de su clase, usualmente representada en la flor de la edad: su piel era como de “pergamino arrugado... Sus ojos estaban cerrados, las manos blancas cruzadas sobre el pecho”.

Sin poder adivinar el material con que tal imagen estaba modelada —pero necesitada de saberlo y decidida a desafiar los cánones de conducta que deben observarse en los recintos sagrados—, Clarice acercó la mano para despejar al tacto el misterio.

Justo un instante antes de llevar a cabo el sacrílego acto, a escasos milímetros de rozar la figura, “aparecieron dos muchachas que se dirigieron hacia el féretro –ambas, nos dice la narración, se encontraban molestas– Hasta que una le dijo a la otra: –A fin de cuentas ¿cuándo vienen todos al entierro de la abuela? ¡Ella no se puede quedar a vivir en la iglesia!”

Clarice, “toda pálida por dentro [comprendió] de golpe que aquella no era Santa Teresinha y sí una mujer muerta”.

La crónica se titula Casi. La autora casi resucita después de casi tocar la muerte: expulsada hacia el exterior de la iglesia , Clarice encontró nuevamente la vida, el opuesto y a la vez par constitutivo de la muerte:
¿Cómo explicar lo que vi allá afuera? En el vértigo en que me encontraba; más aún lo sentí al ver el sol esplendente y una alegría de abeja en flor... las personas todas vivas, vivas...

La anécdota nos hace capaces de identificar y compartir el horror, también nos sitúa ante la disyuntiva de aceptar o no la bipolaridad potencial de cualquier circunstancia. Ahí donde una marejada de tristeza parecía cubrirlo todo con un manto melancólico, surge en el lapso del casi, debido al acontecimiento más fortuito, escalofriantemente impredecible y cómicamente lo contrario –predecible–, la alegría más fundamental, la del puro goce de la existencia, el que es como de “abeja en flor”, alegría por la vida sin más.

Esta alegría podría equipararse a un momento de éxtasis, breve e inexplicable; en el que el origen asume la forma de lo desconocido y cuyo fondo es inevitablemente oscuro, pero que evidencia la posibilidad de una luminosidad que deslumbra casi hasta el enceguecimiento.

Distinta de la de los manuales para tener una vida plena, esta acepción de la palabra alegría, que se asemeja al vocablo joy del idioma inglés —emparentada a la “dicha” y no la felicidad— tal vez sea más un “estado de gracia” que un producto de la cultura del esfuerzo. Difícil de comprender, sin embargo, ya que hoy día que las dolencias del alma son una cuestión de Estado: (a) las personas deprimidas son menos productivas; b) la definición de depresión es tan amplia y confusa que todos cubrimos el perfil; y c) todos debemos adoptar el estado de ánimo “conveniente” porque todos debemos ser productivos; el tipo de emociones que salen del espectro parecen condenadas a la extinción.

Entendida como ideal, la felicidad es un concepto nutrido grotescamente por los afanes de las mentes humanistas e ilustradas, y por las más racionalistas. Continuamente perseguimos la felicidad aferrados a una necesidad de permanencia, seducidos por la inmovilidad y la resistencia al cambio; mismo que implica que el orden de sucesión de los acontecimientos sea azaroso, ininteligible e incontrolable. Pero hasta el menos avezado sabe, en la secrecía de su discurso más íntimo, de la banalidad de tal empresa. Si antes el valor supremo era el bien, actualmente lo es la felicidad, pero no la colectiva sino la individual. Y de la misma manera como el mal, según ciertas definiciones, es solamente ausencia de bien, carente de ser e insustancial, la felicidad es también un concepto totalitario que anula a su opuesto constitutivo relegándolo al reino de la ausencia; y que de paso condena a sus adeptos al masoquismo (placer obtenido del dolor), por asistir a la constante frustración provocada por la repetida insatisfacción de sus anhelos.

Esta alegría de abeja en flor de Clarice es muy distinta, no es el totaly numb que producen los antidepresivos (aquellos que toman prozac pensando que conseguirán que los estornudos les causen sensaciones orgásmicas, tal vez no puedan entenderla). Es una alegría que tiende hacia el fin porque presiente su desenlace y que surge necesariamente de él como de una muerte momentánea; es difícil hablar de ella porque apenas ha sucedido parece caer en el olvido, como los sueños; nos vuelve frágiles y volubles, no dioses sino mortales; posesos y al momento siguiente mendigos. Para conseguirla hay que arrojarse a la vida y no dominarla; produce dicha y embelesamiento, pero por ser pasajera provoca nostalgia y melancolía. Además, atañe tanto a los virtuosos como a los miserables y crece silvestremente como lo hacen algunas flores y la mala hierba.
Clarice tomó un taxi de vuelta a casa, perfumada por los olores menos asépticos y también los más humanos, rodeada de bullicio e inundada de calle.
 
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