Sunday, June 14, 2009

La alegría de Clarice

Cuenta Clarice Lispector en una de sus crónicas escritas en 1969 para el Jornal do Brasil, que atribulada por un angustioso sentimiento cuya causa no revela, se adentró en la nave de una iglesia en busca de consuelo. Recuerda haber avistado al fondo, en el atrio (seguramente impresionada de tal forma como esos sitios suelen impresionar a los deshabituados a ellos) una caja de madera que al acercarse le mostró desde el interior la imagen de una virgen envejecida. Santa Teresinha, según ella misma reflexiona, mostraba una faz extraña para un ídolo de su clase, usualmente representada en la flor de la edad: su piel era como de “pergamino arrugado... Sus ojos estaban cerrados, las manos blancas cruzadas sobre el pecho”.

Sin poder adivinar el material con que tal imagen estaba modelada —pero necesitada de saberlo y decidida a desafiar los cánones de conducta que deben observarse en los recintos sagrados—, Clarice acercó la mano para despejar al tacto el misterio.

Justo un instante antes de llevar a cabo el sacrílego acto, a escasos milímetros de rozar la figura, “aparecieron dos muchachas que se dirigieron hacia el féretro –ambas, nos dice la narración, se encontraban molestas– Hasta que una le dijo a la otra: –A fin de cuentas ¿cuándo vienen todos al entierro de la abuela? ¡Ella no se puede quedar a vivir en la iglesia!”

Clarice, “toda pálida por dentro [comprendió] de golpe que aquella no era Santa Teresinha y sí una mujer muerta”.

La crónica se titula Casi. La autora casi resucita después de casi tocar la muerte: expulsada hacia el exterior de la iglesia , Clarice encontró nuevamente la vida, el opuesto y a la vez par constitutivo de la muerte:
¿Cómo explicar lo que vi allá afuera? En el vértigo en que me encontraba; más aún lo sentí al ver el sol esplendente y una alegría de abeja en flor... las personas todas vivas, vivas...

La anécdota nos hace capaces de identificar y compartir el horror, también nos sitúa ante la disyuntiva de aceptar o no la bipolaridad potencial de cualquier circunstancia. Ahí donde una marejada de tristeza parecía cubrirlo todo con un manto melancólico, surge en el lapso del casi, debido al acontecimiento más fortuito, escalofriantemente impredecible y cómicamente lo contrario –predecible–, la alegría más fundamental, la del puro goce de la existencia, el que es como de “abeja en flor”, alegría por la vida sin más.

Esta alegría podría equipararse a un momento de éxtasis, breve e inexplicable; en el que el origen asume la forma de lo desconocido y cuyo fondo es inevitablemente oscuro, pero que evidencia la posibilidad de una luminosidad que deslumbra casi hasta el enceguecimiento.

Distinta de la de los manuales para tener una vida plena, esta acepción de la palabra alegría, que se asemeja al vocablo joy del idioma inglés —emparentada a la “dicha” y no la felicidad— tal vez sea más un “estado de gracia” que un producto de la cultura del esfuerzo. Difícil de comprender, sin embargo, ya que hoy día que las dolencias del alma son una cuestión de Estado: (a) las personas deprimidas son menos productivas; b) la definición de depresión es tan amplia y confusa que todos cubrimos el perfil; y c) todos debemos adoptar el estado de ánimo “conveniente” porque todos debemos ser productivos; el tipo de emociones que salen del espectro parecen condenadas a la extinción.

Entendida como ideal, la felicidad es un concepto nutrido grotescamente por los afanes de las mentes humanistas e ilustradas, y por las más racionalistas. Continuamente perseguimos la felicidad aferrados a una necesidad de permanencia, seducidos por la inmovilidad y la resistencia al cambio; mismo que implica que el orden de sucesión de los acontecimientos sea azaroso, ininteligible e incontrolable. Pero hasta el menos avezado sabe, en la secrecía de su discurso más íntimo, de la banalidad de tal empresa. Si antes el valor supremo era el bien, actualmente lo es la felicidad, pero no la colectiva sino la individual. Y de la misma manera como el mal, según ciertas definiciones, es solamente ausencia de bien, carente de ser e insustancial, la felicidad es también un concepto totalitario que anula a su opuesto constitutivo relegándolo al reino de la ausencia; y que de paso condena a sus adeptos al masoquismo (placer obtenido del dolor), por asistir a la constante frustración provocada por la repetida insatisfacción de sus anhelos.

Esta alegría de abeja en flor de Clarice es muy distinta, no es el totaly numb que producen los antidepresivos (aquellos que toman prozac pensando que conseguirán que los estornudos les causen sensaciones orgásmicas, tal vez no puedan entenderla). Es una alegría que tiende hacia el fin porque presiente su desenlace y que surge necesariamente de él como de una muerte momentánea; es difícil hablar de ella porque apenas ha sucedido parece caer en el olvido, como los sueños; nos vuelve frágiles y volubles, no dioses sino mortales; posesos y al momento siguiente mendigos. Para conseguirla hay que arrojarse a la vida y no dominarla; produce dicha y embelesamiento, pero por ser pasajera provoca nostalgia y melancolía. Además, atañe tanto a los virtuosos como a los miserables y crece silvestremente como lo hacen algunas flores y la mala hierba.
Clarice tomó un taxi de vuelta a casa, perfumada por los olores menos asépticos y también los más humanos, rodeada de bullicio e inundada de calle.

2 comments:

  1. me encantó este post!!! y si, me parece que la felicidad es un estado de gracia repentino y efímero, cercano al reconocimiento de la propia finitud...
    saludos, n.

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  2. El momento fugaz de la alegría, otra cosa que el estado de gracia de la felicidad, más cercana al equilibrio, paz y esta sí, en oposición a la tenacidad necia de la melancolía y su desasosiego. ¿Habrá que adscribirse todo el mundo a las filosofías orientales?

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